Autor: Diego Ruano Cano
Érase una vez un niño que vivía con su madre y su padre en una sencilla choza del bosque perdido. Un día su madre se murió. El padre la enterró en el huerto que tenían detrás de la choza. No pudieron enterrarla en el cementerio común porque eran pobres.
Al día siguiente todo fue normal. El padre se fue a cazar al bosque pero se perdió. Aunque se conocía todo el bosque como la palma de su mano no encontró la manera de salir de ese recoveco. Estuvo perdido una semana entera, y... al fin observó que salía humo de una casa que se veía en el horizonte anaranjado. Con los árboles del bosque era un poco difícil ver la casa pero como él tiene buena vista lo vio todo muy bien. El niño ansioso por ver a su padre entrar por la puerta esperó y esperó días y días.
El padre fue corriendo a la casa que encontró, para pedir un poco de agua y comer algo porque hacía días que no comía ni bebía.
Al entrar en la casa se encontró con una mujer muy bella. Comió, bebió y se encontró muy bien con esa persona que era especial para él.
Un día al despertarse le dijo que si se quería ir a vivir con él en su choza. Ella le dijo que estaba encantada de irse allí y vivir con él. Cuando preparó todas sus maletas se marcharon.
Al llegar a su choza, el hijo se alegró muchísimo de ver a su padre, pero al ver a esa mujer se extrañó. El niño le preguntó a su padre que quién era esa mujer, el padre le dijo que dentro de poco sería su madrastra y el niño se sorprendió. Aquella señorita en vez de llevar ropa en la maleta llevaba dinero y muchas riquezas.
Gracias a eso todos vivieron felices y comieron perdices.
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